sábado, 11 de agosto de 2018

LOS JUGUETES DE DIOS (primer capítulo)


CAPÍTULO 1.
Agatha había sido la primera en llegar. Le gustaba poder pasar unos minutos a solas en el caserón escondido en el bosque, al que solo iba si la urgencia de los acontecimientos lo requería. Abrir la pesada puerta de hierro forjado y aspirar ese olor inconfundible a soledad, le traía muy buenos recuerdos de otras reuniones a lo largo de los siglos.
Lo primero que hizo después de inhalar el aroma de la casa y cerrar tras de sí el enorme portón, fue dirigirse a los inmensos ventanales para descorrer las pesadas cortinas de terciopelo morado. La luz del invierno, a través de los cristales, le permitió contemplar el baile silencioso de las minúsculas motas de polvo que parecieron tomar vida dentro del inmenso caserón.
A Agatha siempre le perecían pequeñas hadas flotando y, le gustaban tanto, que aprovechó el momento para remover también las finas telas que cubrían las seis sillas que rodeaban la mesa ovalada. Se quedó unos minutos mirando, absorta, las partículas suspendidas en el tiempo, hasta que notó un poco el frío que traspasaba su largo y grueso abrigo rojo.
Entonces, se dirigió hacia la pared que estaba justo en frente del gran ventanal, para encender la chimenea. Los troncos de leña permanecían en el mismo lugar en el que muchos años atrás los habían dejado y, tras colocarlos cruzados en el centro, con un chasquido de los dedos, dirigido a la madera más seca, encendió el fuego. Eso dio paso al primer instante de humo, con sabor a leña, que parecía viajar por los sentidos, tanto por sus orificios nasales como por su paladar y, con un leve suspiro, fue partícipe de la recolección de la cálida esencia que, recíprocamente, después expiró recorriendo la estancia con un lento giro de cabeza, con el fin de transportar ese calor único y confortable que solo el fuego puede conseguir.
La estancia empezaba a calentarse poco a poco y, a medida que la intensidad del fuego en la chimenea iba subiendo, las pequeñas chispas, cuyas ascuas se formaban a partir de los diferentes troncos, ayudaban a que las sombras en las paredes se difuminaran, hasta formar pequeñas danzas independientes, al son de la melodía ligera que inundaba la cabeza de Agatha.
Así pues, ya solo faltaba poner un poco de música y, aunque los tiempos habían cambiado mucho y ahora se podía escuchar cualquier melodía desde el más pequeño de los reproductores, para Agatha, el placer de disfrutar de un buen disco de piedra, en el antiguo gramófono, no lo podía superar ningún adelanto electrónico.
Solo cuando pensó que ya lo tenía todo preparado para que la llegada de sus compañeros fuese agradable, se permitió bajarse la capucha y despojarse del abrigo. Lo dejó colgado en una de las perchas antiguas situadas al lado izquierdo de la chimenea y, tras dirigirse hacia donde estaba situada la mesa, pasó su mano por encima sin llegar a tocarla y la limpió, recorriendo en círculos cada milímetro de la misma. Se sentó, por fin, en la que era su silla desde hacía más de doscientos años y, tras cerrar los ojos, decidió disfrutar de la soledad del momento.
Quedaban apenas unos minutos para que uno de sus compañeros llegara. Lo notaba porque el hilo plateado que los unía cada vez estaba más tenso, y eso provocaba en Agatha un inmenso placer espiritual y emocional.
Pronto estarían de nuevo todos juntos y ese acontecimiento era una renovación completa de fuerzas para cada uno de ellos, como cuando se abraza o se contempla un hijo triunfal y perlas saladas brotan de los ojos, mostrando ese inexplicable sentimiento mezcla de orgullo, placer y amor; así se sentían los portadores del hilo, los cuales como hermanos se consideraban por las vivencias compartidas y la recíproca admiración.
De pronto en sus pensamientos apareció la voz de Marzo.
—Agatha, estoy llegando.
Una tenue sonrisa apareció en los labios de ella a la vez que su hilo plateado se tensaba cada vez más.
—Emma también está cerca —respondió mentalmente.
Se levantó de la silla para dirigirse a la entrada de la casa y, así, darles la bienvenida. El tintineo de la gravilla contra los neumáticos del coche de Marzo, le recordó el suave sonido de las campanillas al viento de la casa en la que vivía cuando era pequeña.
Abrió la puerta y, con una sonrisa, miró detenidamente como su amigo y compañero de hilo plateado bajaba del coche.
Marzo se iba adaptando a las épocas que le tocaba vivir, aunque para él el tiempo había dejado de pasar cuando hubo alcanzado la edad de 34 años. Vestido con un Montgomery azul marino, una bufanda de lana del mismo color, unos pantalones ajustados que terminaban donde empezaban sus botas militares, y una bandolera de la misma tonalidad que su calzado, miró a su amiga y sonrió bajo el escaso bigote negro que se unía a la poblada barba rizada. A través de las gafas de poca graduación, cuadradas y de montura negra, guiñó un ojo y, con paso rápido y seguro, alcanzó a Agatha para darle un abrazo.
—Cualquiera diría que tienes más de siete siglos. Estás estupenda.
—Tú también.
Justo en el momento en el que se separaban, notaron como la llegada de Emma iba a ser inminente, así como la de los otros tres miembros de su aquelarre. A veces, les molestaba a todos lo mal que se usaba la palabra. Debido a películas en los últimos años, libros, religiones y varios acontecimientos, la palabra aquelarre siempre se entendía como una reunión nocturna de brujas y brujos para hacer el mal, cuando en realidad es la manera de definir cada grupo, cada clan.
El destartalado coche de Emma estaba ya en la verja de la entrada, a punto de recorrer el camino en forma de media luna que llevaba a la del caserón y, justo cuando ella apagó el motor, apareció, por el mismo lugar, el coche de Khaos: un Nissan Juke amarillo de cristales tintados, en el que también sentían que iban Olivia y Maya. Emma, como siempre, lucía su larga melena rubia, llena de rizos, sobre un abrigo lleno de colores. La sonrisa que les dedicó a sus compañeros estaba llena de recuerdos compartidos, en persona y a través de la mente. Abrió los brazos, largos y fibrosos, como el resto de su alto y esbelto cuerpo, para abarcar a los otros tres componentes del aquelarre que ya habían bajado del coche. Fue Khaos el primero en alejarse un poco para ir al encuentro de Agatha y Marzo, ofreciendo un caluroso abrazo a la primera y una inclinación de cabeza al segundo. Khaos siempre destacaba por sus zapatos. Esta vez eran unos mocasines de piel vuelta de color marrón claro con la suela blanca. No parecían muy apropiados para el invierno, pero, para él, era más importante ir conjuntado al más mínimo detalle. La chaqueta de piel, del mismo tono que el calzado, abrochada con una cremallera hasta el último diente y, cerrada con un corchete, parecía acabar justo donde empezaba su barba espesa y corta. Los pantalones tejanos estrechos parecían ser suaves y caros y Agatha se imaginó que, cuando se quitara la chaqueta, descubrirían el último cinturón que, seguramente, se habría comprado en uno de sus viajes y que, sin lugar a dudas, haría juego con el color de los zapatos y la chaqueta.
Tras él se acercaron Emma, Maya y Olivia. El imán del grupo siempre había sido Agatha, y esa era la razón por la cual la veían más a menudo o acudían a ella con los pensamientos más que a ningún otro componente, pero siempre resultaba una alegría estar juntos. Maya, como era normal en ella, desbordaba su felicidad a través de las lágrimas alegres, brillantes y gélidas. Ese era su don más preciado: las gotas frías y relucientes que salían de sus ojos y que muchas veces los había salvado a los seis de acontecimientos turbios y difíciles. Esas lágrimas, puras y salidas directamente del centro de su enorme corazón, eran capaces de convertirse en armas de advertencia para cualquier momento que les tocara vivir, puesto que también brotaban cuando el aquelarre estaba en peligro, protegiendo al grupo de manera premonitoria. Pero en ese instante, eran lágrimas de alegría que siguieron su camino por las mejillas sonrosadas de Maya. Siempre tenía calor, incluso cuando había vivido épocas muy frías y sin tantos adelantos en las casas para calentar el ambiente y, era por ello que, esta vez, a pesar de ser el mes de diciembre y estar en medio de un bosque, solo llevaba, en el torso, una fina chaqueta negra por la que, por encima, sobresalía un llamativo y elegante pañuelo que cubría su cuello y atrapaba, de manera divertida, su corta melena rubia; unos pantalones también negros  vestían su parte inferior y unos zapatos oscuros que lucían cómodos en sus pies.
Olivia, en cambio, a su manera tímida y silenciosa, saludó con cálidos y largos abrazos a cada uno de sus amigos, por separado. Su chaqueta, color azul gélido, hacía destacar, de manera curiosa, sus ojos del mismo color y, su pelo, que se postraba rubio con notas de ceniza, ondulado y, como siempre, enredado, la hacía parecer siempre rebelde.
No era necesario pronunciar palabra alguna entre ellos, porque el hilo plateado que los unía desde el centro de cada uno de los cinco sentidos humanos y, más todavía, desde el sexto sentido que cada uno de ellos poseía, se tensó al máximo proporcionándoles esa sensación de bienestar única, aquella que se traducía, austeramente, en la simple sapiencia de que, en aquellos días, podrían compartir mesa.   
—Entremos —dijo Agatha—. Hace frío aquí fuera.


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