• ● Prólogo
● •
―No, no era mi paciente. Bueno, sí, pero
fue la primera visita.
El
nerviosismo de la psicóloga iba en aumento. Estaba completamente segura de que
lo que acababa de pasar en su consulta iba a marcar el resto de su vida.
―Cuéntenos entonces todo lo ocurrido ―le
dijo uno de los dos policías.
Buscó con prisas dentro de su bolso la
carta que la paciente había dejado caer al suelo.
―Antes de empezar a contar nada, les ruego que
tengan en cuenta esta carta que ella misma dejó en mi consulta antes de… antes
de irse.
El policía más joven alargó su mano y cogió
el sobre. Lentamente lo abrió, leyó el contenido y se lo pasó a su compañero.
Ambos la miraron un instante, que a ella le pareció eterno, y la invitaron, con
un gesto mudo, a empezar a explicar lo sucedido.
―Esta mañana recibí una llamada de la paciente
pidiéndome hora para una consulta. Me especificó que necesitaba toda la tarde
para ella sola, añadiendo que pagaría lo que hiciese falta. Comprenderán que
con los tiempos que corren aceptara de buen grado prestar mis servicios las
cuatro horas seguidas en las que tengo abierta mi consulta por las tardes. El
ofrecimiento me venía como anillo al dedo. Hace mucho tiempo ya que la cosa no
funciona, digamos, bien. Cada día que pasa hay menos pacientes…
―Bien. Escuche, doctora Uweid, no es necesario que
se disculpe. Usted puede hacer sus consultas de la manera que más le convenga.
No estamos aquí para juzgar su forma de trabajar. Simplemente queremos saber
qué sucedió durante esas cuatro horas.
―Discúlpenme. Estoy nerviosa y, bueno, en fin… La
paciente llegó puntual. A las cuatro de la tarde entraba en mi consulta y…
• ● 1 ● •
Declaración
de la doctora Yolanda Uweid; Expediente 256954. Toman declaración los
detectives Casas (número de placa 658755) y Sarasa (número de placa 471236);
―Buenas
tardes.
―Hola ―respondió ella.
La mujer que
acababa de entrar reflejaba en su rostro un sufrimiento desgarrador, y sus
ojos, negros como el azabache, proyectaban una pasividad y una indiferencia que
rozaban el alma con solo mirarlos.
―Pase y siéntese, por favor.
―Gracias.
Sus gestos eran
lentos. Era como estar observando a una mujer derrotada, cansada y rendida ante
la vida.
―¿Le parece bien que nos tuteemos?
―Sí, me parece bien.
Sentada
frente a la psicóloga, mirándola directamente, la mujer empezó a hablar sin
necesidad de preguntar nada.
―Me llamo Nora. Saber mi nombre es más que suficiente
por ahora. Quiero darte las gracias por atenderme de esta manera, y antes de
empezar, quiero pagarte los honorarios.
La petición la
dejó bastante perpleja. Pero toda la situación en sí ya era extraña, y todavía
sin saber muy bien por qué, la doctora aceptó cobrar por adelantado.
―¿En qué puedo ayudarte, Nora?
―Solo quiero que me escuches. He venido a contarte mi
historia. Solo quiero que me escuches.
―Para eso estoy. Cuéntame.
Nora,
agarrada a su bolso, sentada en una esquina del sofá, casi acurrucada, empezó a
hablar.
―Yo siempre he sido una mujer alegre, divertida y
sociable. No tengo demasiados amigos ahora, pero antes… Antes tenía muchos. Y
muy buenos. Pero eso ya no tiene importancia. Voy a empezar desde el día en que
apareció él en mi vida. Hace unos cuatro meses.
Esa mañana estaba muy contenta porque, después de más
de seis meses buscando trabajo, por fin me habían concedido una entrevista, la
segunda, en una empresa importante de la ciudad. Hacía mucho frío fuera y por
eso decidí ponerme mi abrigo largo. Además había llovido toda la noche y
todavía caían algunas gotas.
Realmente me hacía falta ese trabajo e intenté
arreglarme lo mejor que pude para dar buena impresión en esta entrevista. Al ser
la segunda supuse que sería con algún alto cargo o, quizás, directamente con el
jefe que iba a contratar a una secretaria. Y esa secretaria quería ser yo.
Bajé a la calle, y mientras estaba esperando que el
semáforo se pusiera verde para cruzar, pasó a pocos centímetros un coche que,
al meter sus ruedas en un charco, me empapó de arriba abajo. No sabía si gritar
o ponerme a llorar. Estaba completamente mojada y con el abrigo sucio. No me
daba tiempo de volver a casa y cambiarme. Llegaría tarde.
Estaba tan absorta en maldecir mi suerte y al coche
que acababa de pasar, que no me di cuenta de que este se había parado unos
cuantos metros más allá, en doble fila, y de él se había bajado un hombre.
―Perdona. Perdona, de verdad. No te vi. ¿Estás bien?
Me quedé mirando al desconocido sin entender por qué
se disculpaba hasta que volvió a hablarme.
―De verdad que no te vi, ni a ti, ni al charco.
―¿Eres tú el que me ha hecho esto? ―pregunté
incrédula.
―Sí. Soy yo. Mira, dame el abrigo y lo llevo a lavar.
Esta misma tarde estará como nuevo. Dime dónde he de mandártelo y, sin falta,
esta tarde te llegará.
―Eso es lo de menos. Tengo una entrevista de trabajo y
no puedo ir así. ¿Acaso tu tintorería es tan rápida como para que me lo limpien
en unos minutos?
Molesta, me di media vuelta para irme a mi casa,
buscar una chaqueta y, sin duda, llegar tarde a la entrevista.
―Espera ―me dijo el hombre cogiéndome del brazo―.
Toma. Ponte mi abrigo y dame el tuyo. ¿Dónde está el lugar al que tienes que
ir? Yo te acerco en mi coche.
Sin ni siquiera tener tiempo de contestar, el
desconocido se quitó su abrigo y me lo tendió. Todavía no sé por qué acepté esa
oferta de cambio de prendas, y menos aún, por qué me subí al coche y dejé que
me acercara a mi destino.
―Me llamo Héctor, ¿y tú?
―Nora.
―Bueno, Nora, casi hemos llegado. ¿Te parece bien que
nos veamos esta tarde y te devuelvo tu abrigo limpio?
―También tengo que devolverte yo el tuyo ―respondí.
―No. Quédatelo. A ti te sienta mucho mejor. ¿Lo harás?
―me dijo sonriendo.
Su sonrisa me cautivó en ese mismo momento y por unos
instantes no supe qué responder.
―No puedo aceptarlo, pero gracias ―logré decir.
―Por supuesto que puedes. Es un regalo. ¿Dónde quieres
que quedemos y a qué hora?
La situación, más que surrealista, me estaba
descolocando por completo. Me sentía transportada por su voz, su sonrisa y sus
atenciones.
―No lo sé, dímelo tú.
―¿Vives muy lejos de donde nos hemos encontrado?
―No, a unas pocas manzanas.
―Entonces veámonos ahí mismo, en esa misma esquina.
Luego decidiremos dónde ir. Hemos llegado.
Me di cuenta en ese mismo momento que realmente ya
estábamos en el lugar en el que debía ir a hacer la entrevista.
―Gracias por traerme, Héctor.
―¡Faltaría más! ―me dijo sonriendo de nuevo―. Nos
vemos esta tarde. ¿A las cinco?
―De acuerdo ―y bajándome del coche, me despedí.
Mientras me encaminaba a las oficinas, en las grandes
puertas de cristales ahumados que me daban la bienvenida, me miré de arriba
abajo y pude comprobar que realmente el abrigo me quedaba muy bien.
Más tranquila, entré en el lugar e hice una entrevista
que, desde mi punto de vista, estuvo muy acertada. Casi después de una hora,
volví a salir por las grandes puertas y me fui a mi casa.
La persona que me entrevistó, en efecto, era el que
podría ser mi jefe en cuestión de una semana. Por lo menos eso me dijo él al
terminarla. Ahora solo quedaba esperar a ver si me llamaban.
Decidí darme una ducha antes de comer. Me sentía un
poco sucia después de lo que me había pasado por la mañana. Fue tan extraño
todo… Y más extraño aún fue el hecho de que esa misma tarde había quedado con
ese hombre para intercambiarnos de nuevo los abrigos.
Todavía era temprano cuando acabé de comer y recogerlo
todo, así que me puse cómoda en el sofá y decidí ver una película.
Sobre las cuatro de la tarde empecé a prepararme. No
sé por qué, pero me arreglé más de lo normal. Como si tuviese una cita.
A las cinco en punto llegué a la esquina. Héctor ya
estaba esperándome con mi abrigo envuelto en plástico transparente, recién
salido de la tintorería.
Su sonrisa de bienvenida volvió a cautivarme.