lunes, 13 de agosto de 2018

CANCIÓN DE CUNA ROTA (primer capítulo)


• ● Prólogo  ● •

    ―No, no era mi paciente. Bueno, sí, pero fue la primera visita.
El nerviosismo de la psicóloga iba en aumento. Estaba completamente segura de que lo que acababa de pasar en su consulta iba a marcar el resto de su vida.
    ―Cuéntenos entonces todo lo ocurrido ―le dijo uno de los dos policías.
    Buscó con prisas dentro de su bolso la carta que la paciente había dejado caer al suelo.
Antes de empezar a contar nada, les ruego que tengan en cuenta esta carta que ella misma dejó en mi consulta antes de… antes de irse.
    El policía más joven alargó su mano y cogió el sobre. Lentamente lo abrió, leyó el contenido y se lo pasó a su compañero. Ambos la miraron un instante, que a ella le pareció eterno, y la invitaron, con un gesto mudo, a empezar a explicar lo sucedido.
Esta mañana recibí una llamada de la paciente pidiéndome hora para una consulta. Me especificó que necesitaba toda la tarde para ella sola, añadiendo que pagaría lo que hiciese falta. Comprenderán que con los tiempos que corren aceptara de buen grado prestar mis servicios las cuatro horas seguidas en las que tengo abierta mi consulta por las tardes. El ofrecimiento me venía como anillo al dedo. Hace mucho tiempo ya que la cosa no funciona, digamos, bien. Cada día que pasa hay menos pacientes…
Bien. Escuche, doctora Uweid, no es necesario que se disculpe. Usted puede hacer sus consultas de la manera que más le convenga. No estamos aquí para juzgar su forma de trabajar. Simplemente queremos saber qué sucedió durante esas cuatro horas.
Discúlpenme. Estoy nerviosa y, bueno, en fin… La paciente llegó puntual. A las cuatro de la tarde entraba en mi consulta y…



• ● 1  ● •

Declaración de la doctora Yolanda Uweid; Expediente 256954. Toman declaración los detectives Casas (número de placa 658755) y Sarasa (número de placa 471236);


    ―Buenas tardes.
    ―Hola ―respondió ella.
La mujer que acababa de entrar reflejaba en su rostro un sufrimiento desgarrador, y sus ojos, negros como el azabache, proyectaban una pasividad y una indiferencia que rozaban el alma con solo mirarlos.
―Pase y siéntese, por favor.
―Gracias.
Sus gestos eran lentos. Era como estar observando a una mujer derrotada, cansada y rendida ante la vida.
―¿Le parece bien que nos tuteemos?
―Sí, me parece bien.
Sentada frente a la psicóloga, mirándola directamente, la mujer empezó a hablar sin necesidad de preguntar nada.
―Me llamo Nora. Saber mi nombre es más que suficiente por ahora. Quiero darte las gracias por atenderme de esta manera, y antes de empezar, quiero pagarte los honorarios.
La petición la dejó bastante perpleja. Pero toda la situación en sí ya era extraña, y todavía sin saber muy bien por qué, la doctora aceptó cobrar por adelantado.
―¿En qué puedo ayudarte, Nora?
―Solo quiero que me escuches. He venido a contarte mi historia. Solo quiero que me escuches.
―Para eso estoy. Cuéntame.
Nora, agarrada a su bolso, sentada en una esquina del sofá, casi acurrucada, empezó a hablar.
―Yo siempre he sido una mujer alegre, divertida y sociable. No tengo demasiados amigos ahora, pero antes… Antes tenía muchos. Y muy buenos. Pero eso ya no tiene importancia. Voy a empezar desde el día en que apareció él en mi vida. Hace unos cuatro meses.
Esa mañana estaba muy contenta porque, después de más de seis meses buscando trabajo, por fin me habían concedido una entrevista, la segunda, en una empresa importante de la ciudad. Hacía mucho frío fuera y por eso decidí ponerme mi abrigo largo. Además había llovido toda la noche y todavía caían algunas gotas.
Realmente me hacía falta ese trabajo e intenté arreglarme lo mejor que pude para dar buena impresión en esta entrevista. Al ser la segunda supuse que sería con algún alto cargo o, quizás, directamente con el jefe que iba a contratar a una secretaria. Y esa secretaria quería ser yo.
Bajé a la calle, y mientras estaba esperando que el semáforo se pusiera verde para cruzar, pasó a pocos centímetros un coche que, al meter sus ruedas en un charco, me empapó de arriba abajo. No sabía si gritar o ponerme a llorar. Estaba completamente mojada y con el abrigo sucio. No me daba tiempo de volver a casa y cambiarme. Llegaría tarde.
Estaba tan absorta en maldecir mi suerte y al coche que acababa de pasar, que no me di cuenta de que este se había parado unos cuantos metros más allá, en doble fila, y de él se había bajado un hombre.
―Perdona. Perdona, de verdad. No te vi. ¿Estás bien?
Me quedé mirando al desconocido sin entender por qué se disculpaba hasta que volvió a hablarme.
―De verdad que no te vi, ni a ti, ni al charco.
―¿Eres tú el que me ha hecho esto? ―pregunté incrédula.
―Sí. Soy yo. Mira, dame el abrigo y lo llevo a lavar. Esta misma tarde estará como nuevo. Dime dónde he de mandártelo y, sin falta, esta tarde te llegará.
―Eso es lo de menos. Tengo una entrevista de trabajo y no puedo ir así. ¿Acaso tu tintorería es tan rápida como para que me lo limpien en unos minutos?
Molesta, me di media vuelta para irme a mi casa, buscar una chaqueta y, sin duda, llegar tarde a la entrevista.
―Espera ―me dijo el hombre cogiéndome del brazo―. Toma. Ponte mi abrigo y dame el tuyo. ¿Dónde está el lugar al que tienes que ir? Yo te acerco en mi coche.
Sin ni siquiera tener tiempo de contestar, el desconocido se quitó su abrigo y me lo tendió. Todavía no sé por qué acepté esa oferta de cambio de prendas, y menos aún, por qué me subí al coche y dejé que me acercara a mi destino.
―Me llamo Héctor, ¿y tú?
―Nora.
―Bueno, Nora, casi hemos llegado. ¿Te parece bien que nos veamos esta tarde y te devuelvo tu abrigo limpio?
―También tengo que devolverte yo el tuyo ―respondí.
―No. Quédatelo. A ti te sienta mucho mejor. ¿Lo harás? ―me dijo sonriendo.
Su sonrisa me cautivó en ese mismo momento y por unos instantes no supe qué responder.
―No puedo aceptarlo, pero gracias ―logré decir.
―Por supuesto que puedes. Es un regalo. ¿Dónde quieres que quedemos y a qué hora?
La situación, más que surrealista, me estaba descolocando por completo. Me sentía transportada por su voz, su sonrisa y sus atenciones.
―No lo sé, dímelo tú.
―¿Vives muy lejos de donde nos hemos encontrado?
―No, a unas pocas manzanas.
―Entonces veámonos ahí mismo, en esa misma esquina. Luego decidiremos dónde ir. Hemos llegado.
Me di cuenta en ese mismo momento que realmente ya estábamos en el lugar en el que debía ir a hacer la entrevista.
―Gracias por traerme, Héctor.
―¡Faltaría más! ―me dijo sonriendo de nuevo―. Nos vemos esta tarde. ¿A las cinco?
―De acuerdo ―y bajándome del coche, me despedí.
Mientras me encaminaba a las oficinas, en las grandes puertas de cristales ahumados que me daban la bienvenida, me miré de arriba abajo y pude comprobar que realmente el abrigo me quedaba muy bien.
Más tranquila, entré en el lugar e hice una entrevista que, desde mi punto de vista, estuvo muy acertada. Casi después de una hora, volví a salir por las grandes puertas y me fui a mi casa.
La persona que me entrevistó, en efecto, era el que podría ser mi jefe en cuestión de una semana. Por lo menos eso me dijo él al terminarla. Ahora solo quedaba esperar a ver si me llamaban.
Decidí darme una ducha antes de comer. Me sentía un poco sucia después de lo que me había pasado por la mañana. Fue tan extraño todo… Y más extraño aún fue el hecho de que esa misma tarde había quedado con ese hombre para intercambiarnos de nuevo los abrigos.
Todavía era temprano cuando acabé de comer y recogerlo todo, así que me puse cómoda en el sofá y decidí ver una película.
Sobre las cuatro de la tarde empecé a prepararme. No sé por qué, pero me arreglé más de lo normal. Como si tuviese una cita.
A las cinco en punto llegué a la esquina. Héctor ya estaba esperándome con mi abrigo envuelto en plástico transparente, recién salido de la tintorería.
Su sonrisa de bienvenida volvió a cautivarme.




sábado, 11 de agosto de 2018

LOS JUGUETES DE DIOS (primer capítulo)


CAPÍTULO 1.
Agatha había sido la primera en llegar. Le gustaba poder pasar unos minutos a solas en el caserón escondido en el bosque, al que solo iba si la urgencia de los acontecimientos lo requería. Abrir la pesada puerta de hierro forjado y aspirar ese olor inconfundible a soledad, le traía muy buenos recuerdos de otras reuniones a lo largo de los siglos.
Lo primero que hizo después de inhalar el aroma de la casa y cerrar tras de sí el enorme portón, fue dirigirse a los inmensos ventanales para descorrer las pesadas cortinas de terciopelo morado. La luz del invierno, a través de los cristales, le permitió contemplar el baile silencioso de las minúsculas motas de polvo que parecieron tomar vida dentro del inmenso caserón.
A Agatha siempre le perecían pequeñas hadas flotando y, le gustaban tanto, que aprovechó el momento para remover también las finas telas que cubrían las seis sillas que rodeaban la mesa ovalada. Se quedó unos minutos mirando, absorta, las partículas suspendidas en el tiempo, hasta que notó un poco el frío que traspasaba su largo y grueso abrigo rojo.
Entonces, se dirigió hacia la pared que estaba justo en frente del gran ventanal, para encender la chimenea. Los troncos de leña permanecían en el mismo lugar en el que muchos años atrás los habían dejado y, tras colocarlos cruzados en el centro, con un chasquido de los dedos, dirigido a la madera más seca, encendió el fuego. Eso dio paso al primer instante de humo, con sabor a leña, que parecía viajar por los sentidos, tanto por sus orificios nasales como por su paladar y, con un leve suspiro, fue partícipe de la recolección de la cálida esencia que, recíprocamente, después expiró recorriendo la estancia con un lento giro de cabeza, con el fin de transportar ese calor único y confortable que solo el fuego puede conseguir.
La estancia empezaba a calentarse poco a poco y, a medida que la intensidad del fuego en la chimenea iba subiendo, las pequeñas chispas, cuyas ascuas se formaban a partir de los diferentes troncos, ayudaban a que las sombras en las paredes se difuminaran, hasta formar pequeñas danzas independientes, al son de la melodía ligera que inundaba la cabeza de Agatha.
Así pues, ya solo faltaba poner un poco de música y, aunque los tiempos habían cambiado mucho y ahora se podía escuchar cualquier melodía desde el más pequeño de los reproductores, para Agatha, el placer de disfrutar de un buen disco de piedra, en el antiguo gramófono, no lo podía superar ningún adelanto electrónico.
Solo cuando pensó que ya lo tenía todo preparado para que la llegada de sus compañeros fuese agradable, se permitió bajarse la capucha y despojarse del abrigo. Lo dejó colgado en una de las perchas antiguas situadas al lado izquierdo de la chimenea y, tras dirigirse hacia donde estaba situada la mesa, pasó su mano por encima sin llegar a tocarla y la limpió, recorriendo en círculos cada milímetro de la misma. Se sentó, por fin, en la que era su silla desde hacía más de doscientos años y, tras cerrar los ojos, decidió disfrutar de la soledad del momento.
Quedaban apenas unos minutos para que uno de sus compañeros llegara. Lo notaba porque el hilo plateado que los unía cada vez estaba más tenso, y eso provocaba en Agatha un inmenso placer espiritual y emocional.
Pronto estarían de nuevo todos juntos y ese acontecimiento era una renovación completa de fuerzas para cada uno de ellos, como cuando se abraza o se contempla un hijo triunfal y perlas saladas brotan de los ojos, mostrando ese inexplicable sentimiento mezcla de orgullo, placer y amor; así se sentían los portadores del hilo, los cuales como hermanos se consideraban por las vivencias compartidas y la recíproca admiración.
De pronto en sus pensamientos apareció la voz de Marzo.
—Agatha, estoy llegando.
Una tenue sonrisa apareció en los labios de ella a la vez que su hilo plateado se tensaba cada vez más.
—Emma también está cerca —respondió mentalmente.
Se levantó de la silla para dirigirse a la entrada de la casa y, así, darles la bienvenida. El tintineo de la gravilla contra los neumáticos del coche de Marzo, le recordó el suave sonido de las campanillas al viento de la casa en la que vivía cuando era pequeña.
Abrió la puerta y, con una sonrisa, miró detenidamente como su amigo y compañero de hilo plateado bajaba del coche.
Marzo se iba adaptando a las épocas que le tocaba vivir, aunque para él el tiempo había dejado de pasar cuando hubo alcanzado la edad de 34 años. Vestido con un Montgomery azul marino, una bufanda de lana del mismo color, unos pantalones ajustados que terminaban donde empezaban sus botas militares, y una bandolera de la misma tonalidad que su calzado, miró a su amiga y sonrió bajo el escaso bigote negro que se unía a la poblada barba rizada. A través de las gafas de poca graduación, cuadradas y de montura negra, guiñó un ojo y, con paso rápido y seguro, alcanzó a Agatha para darle un abrazo.
—Cualquiera diría que tienes más de siete siglos. Estás estupenda.
—Tú también.
Justo en el momento en el que se separaban, notaron como la llegada de Emma iba a ser inminente, así como la de los otros tres miembros de su aquelarre. A veces, les molestaba a todos lo mal que se usaba la palabra. Debido a películas en los últimos años, libros, religiones y varios acontecimientos, la palabra aquelarre siempre se entendía como una reunión nocturna de brujas y brujos para hacer el mal, cuando en realidad es la manera de definir cada grupo, cada clan.
El destartalado coche de Emma estaba ya en la verja de la entrada, a punto de recorrer el camino en forma de media luna que llevaba a la del caserón y, justo cuando ella apagó el motor, apareció, por el mismo lugar, el coche de Khaos: un Nissan Juke amarillo de cristales tintados, en el que también sentían que iban Olivia y Maya. Emma, como siempre, lucía su larga melena rubia, llena de rizos, sobre un abrigo lleno de colores. La sonrisa que les dedicó a sus compañeros estaba llena de recuerdos compartidos, en persona y a través de la mente. Abrió los brazos, largos y fibrosos, como el resto de su alto y esbelto cuerpo, para abarcar a los otros tres componentes del aquelarre que ya habían bajado del coche. Fue Khaos el primero en alejarse un poco para ir al encuentro de Agatha y Marzo, ofreciendo un caluroso abrazo a la primera y una inclinación de cabeza al segundo. Khaos siempre destacaba por sus zapatos. Esta vez eran unos mocasines de piel vuelta de color marrón claro con la suela blanca. No parecían muy apropiados para el invierno, pero, para él, era más importante ir conjuntado al más mínimo detalle. La chaqueta de piel, del mismo tono que el calzado, abrochada con una cremallera hasta el último diente y, cerrada con un corchete, parecía acabar justo donde empezaba su barba espesa y corta. Los pantalones tejanos estrechos parecían ser suaves y caros y Agatha se imaginó que, cuando se quitara la chaqueta, descubrirían el último cinturón que, seguramente, se habría comprado en uno de sus viajes y que, sin lugar a dudas, haría juego con el color de los zapatos y la chaqueta.
Tras él se acercaron Emma, Maya y Olivia. El imán del grupo siempre había sido Agatha, y esa era la razón por la cual la veían más a menudo o acudían a ella con los pensamientos más que a ningún otro componente, pero siempre resultaba una alegría estar juntos. Maya, como era normal en ella, desbordaba su felicidad a través de las lágrimas alegres, brillantes y gélidas. Ese era su don más preciado: las gotas frías y relucientes que salían de sus ojos y que muchas veces los había salvado a los seis de acontecimientos turbios y difíciles. Esas lágrimas, puras y salidas directamente del centro de su enorme corazón, eran capaces de convertirse en armas de advertencia para cualquier momento que les tocara vivir, puesto que también brotaban cuando el aquelarre estaba en peligro, protegiendo al grupo de manera premonitoria. Pero en ese instante, eran lágrimas de alegría que siguieron su camino por las mejillas sonrosadas de Maya. Siempre tenía calor, incluso cuando había vivido épocas muy frías y sin tantos adelantos en las casas para calentar el ambiente y, era por ello que, esta vez, a pesar de ser el mes de diciembre y estar en medio de un bosque, solo llevaba, en el torso, una fina chaqueta negra por la que, por encima, sobresalía un llamativo y elegante pañuelo que cubría su cuello y atrapaba, de manera divertida, su corta melena rubia; unos pantalones también negros  vestían su parte inferior y unos zapatos oscuros que lucían cómodos en sus pies.
Olivia, en cambio, a su manera tímida y silenciosa, saludó con cálidos y largos abrazos a cada uno de sus amigos, por separado. Su chaqueta, color azul gélido, hacía destacar, de manera curiosa, sus ojos del mismo color y, su pelo, que se postraba rubio con notas de ceniza, ondulado y, como siempre, enredado, la hacía parecer siempre rebelde.
No era necesario pronunciar palabra alguna entre ellos, porque el hilo plateado que los unía desde el centro de cada uno de los cinco sentidos humanos y, más todavía, desde el sexto sentido que cada uno de ellos poseía, se tensó al máximo proporcionándoles esa sensación de bienestar única, aquella que se traducía, austeramente, en la simple sapiencia de que, en aquellos días, podrían compartir mesa.   
—Entremos —dijo Agatha—. Hace frío aquí fuera.


COMPRAR (3 €)

lunes, 6 de agosto de 2018

HIPOCRESÍA (primer capítulo)



Ángela ya se había acostumbrado a su manera de vivir. Para ella no era un problema tener que dormir toda la mañana y empezar el día a las seis de la tarde. Al contrario, a sus cuarenta y siete años, le gustaba abrir los ojos y saber que ahí fuera el mundo ya había despertado, y de alguna manera cada día se imaginaba que solo faltaba ella para que todo se pusiese de verdad en marcha.
    Sentada en el filo de su cama, con los ojos todavía llenos de sueño, se masajeaba las sienes con una sonrisa cómplice entre ella y la música que salía del despertador. Hacía ya tantos años que esa era su manera de despertarse, que ya tenía la sensación de que de alguna manera estaba dando los buenos días al hombre que siempre había ocupado su corazón.
     “No hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”
    La melódica voz de Deil Bosko llenaba la habitación, y mentalmente Ángela pensaba una y otra vez que llegaría el día en que el estribillo de la más famosa de las canciones del cantante, cambiaría por completo cuando se conociesen. Pensar eso, a su edad, era en realidad lo que más le divertía. Con una sonrisa que ella misma se dedicaba, llena de pensamientos en los que se decía que cada mañana, pasasen los años que pasasen, se despertaba como la adolescente que hacía más de veinte años escribía en su diario un amor inconfesable.
    Aunque su jornada laboral empezaba a la diez de la noche, en el bar musical en el que trabajaba desde hacía más de siete años, le gustaba tener el tiempo suficiente para despejarse y arreglarse. Desayunar a las seis y media de la tarde era un ritual que también le agradaba. De hecho, ir contracorriente y hacer las cosas a su manera era lo que había definido toda su vida. Poco le importaba lo que la gente pudiese pensar de ella. Ya había pasado la barrera de una edad en la que las apariencias y los juegos de sociedad, estúpidos e ilógicos, habían dejado de importarle.
    Y prueba de ello era que cuando detectaba en alguno de sus conocidos esa expresión falsa que delataba la verdadera naturaleza de la persona, solo era capaz de sentir pena. Con lo fácil que era ser sincera con una misma y decir sin tapujos lo que se piensa, y actuar en consecuencia, le resultaba, cuando menos penoso, ver a otras personas que, por quedar bien o por algo que escapaba a su comprensión, eran capaces de hacer lo que en realidad no querían con tal de ser considerados políticamente correctos.
    Estaba convencida de que la mayoría de la gente llevaba a cuestas unas cargas inútiles solo por no saber valorarse. Porque, en realidad, se trataba solo de eso. Y no es que ella se valorase más que nadie, pero con el paso de los años había aprendido a respetarse, y eso conllevaba ser muy consciente de lo que en verdad le apetecía y lo que, en cambio, sería una carga. Si no hay ganas de dar dos besos, pues no se dan. ¿Quién ha dicho que es necesario hacerlo para saludarse entre personas? Si no hay ganas de salir, pues no se sale. ¿Por qué debería hacer algo que no le apetece? Eso solo daría como resultado un peso demasiado grande por no haber sido fiel a sí misma, respetando y valorando, por encima de todo, a otras personas que, llegado el momento, nunca pensarían en otros sentimientos que no fuesen los suyos propios.
    Eso la había llevado a tener pocas amistades, pero las que tenía, estaba segura de que eran verdaderas. En realidad eran contadas las personas que ella consideraba amigas, pero no le importaba que fuesen muchas las que, en cambio, daban por hecho que eran parte de su vida. Realmente ella no era quién para hacerles cambiar de idea. Pero llegados a la hora de la verdad, se podían contar con los dedos de una sola mano.
    Con esos pensamientos profundos y secretos, decidió que ya era hora de levantarse y prepararse el desayuno. La canción hacía rato que había terminado, pero en su lugar había comenzado otra que la animaba a cantar y bailar de camino al cuarto de baño. Delante del espejo, mirándose mientras simulaba tocar una guitarra eléctrica y movía de un lado a otro su cabeza, haciendo ondular su cabellera negra y rizada, lograba ver todavía a la adolescente de diecisiete años escondida entre el público de uno de los tantos conciertos a los que había asistido.
    Sus ojos, grandes y ovalados, con un iris de colores entre el verde y el marrón, transmitían alegría en ese momento. Ella los había visto de todas las maneras: tristes, asustados, sorprendidos, enamorados… Pero en ese momento, frente al espejo, dejaban ver la diversión y las ganas de empezar un nuevo día. Las pequeñas patas de gallo los hacían más interesantes, y esas finas arrugas alrededor de los labios definidos y de por sí de color rosa intenso, dejaban ver que durante sus cuarenta y siete años había reído, y mucho.
    Adoraba su trabajo. Descubrir el  Ormai Club había sido una maravilla, pero empezar a trabajar en él fue lo mejor que le había pasado en años. La vida nocturna de la ciudad la hipnotizaba, y aunque no todos llegaban a comprender cómo podía gustarle el trabajo, el horario y el lugar, a ella la fascinaban. No era un bar musical como otro cualquiera. Era un lugar de encuentro entre personas a las que les gustaba disfrutar de la buena música, de una época pasada, en compañía de otras que eran capaces de mantener conversaciones respetando las melodías, y hasta incluso de estar en silencio para hablar con las miradas. Era el lugar perfecto para sentir.
    Todavía sin apartar la mirada del espejo, se miró de arriba abajo antes de ir a la cocina a desayunar. Todas las mañanas tenía una disputa interior para decidir si comería algo sano o si, por el contrario, le daba a su estómago lo que le apetecía. Había oído decir que a una cierta edad las mujeres tenían que cuidar su alimentación si querían mantener un poco la línea, pero para ella eso no era un problema, pues al no haber tenido hijos, su cuerpo no había experimentado grandes cambios.
    Era cierto que la cintura ya no era de avispa, pero por el resto, sus curvas conservaban esa armonía que la hacía atractiva incluso con unos quilos de más. Su estatura era media, y no le daba vergüenza decirse a sí misma que tenía todas las curvas donde debían estar, y además se permitía regalarse algunos halagos cada mañana. Sabía lo importante que era alabarse de vez en cuando, y ella lo hacía cada día ante el espejo.
    Había conseguido muchas cosas en la vida, algunas públicas y otras privadas. Había logrado aceptarse, amarse, respetarse, y sobre todo, vivir acorde con sus más íntimos pensamientos. Eso era algo que valía la pena recordarlo siempre, y era muy consciente de que si no se elogiaba ella sola, sería muy difícil que lo hiciese otra persona. Aunque a Ángela ya no le hacían falta las adulaciones por parte de terceros, era cierto que en un período de su vida sí que las había necesitado, y vivir con esa carencia durante tantos años se había hecho insoportable para sus sentimientos. Pero eso terminó cuando descubrió que para sentirse bien consigo misma la única manera que existía era la de quererse todos y cada uno de los días de su existencia.
    Tras esos minutos dedicados a recapacitar en lo orgullosa que estaba de la persona que se reflejaba ante el espejo, decidió prepararse un tazón de café con leche y acompañarlo con unas cuantas galletas que solía comprar en la tienda de abajo. De esas recién horneadas y que incluso si pasaban dos o tres días mantenían su textura y sabor a la perfección. Ese capricho goloso, y que con seguridad haría poner el grito en el cielo a aquellas mujeres que se pasaban la vida contando calorías en vez de disfrutar de cada segundo, sería parte de su premio diario por haber logrado ser la mujer con la que convivir de manera incondicional el resto de sus días.
    Solo entonces apareció muy silencioso su gato, Mermet. Atraído siempre por el trajín en la cocina, solía hacerle compañía cada vez que ella se sentaba frente a la mesa,  paseándose muy despacio mientras contoneaba su esbelto cuerpo y lo rozaba con cierto disimulo en la botella de leche y en todo cuanto hubiese en su camino.
    ―Buenos días, Mermet. No deberías andar sobre la mesa, pero ya sabes que a mí esas imposiciones sociales me importan bien poco.
    El gato respondía a sus palabras con un suave ronroneo, y cuando además Ángela le servía en la misma mesa su barrita de pescado, el ronronear subía de tono. Una vez terminada su chuchería, empezaba una rutina que a Ángela la fascinaba.
    Comenzaba a lamer sus patas delanteras para acicalarse, y de la misma manera desde el hocico hasta sus patas traseras. Era un espectáculo maravilloso que no hubiese cambiado por nada, y además se había vuelto otra de las recompensas diarias hacia sí misma: permitirse esos minutos adorando la naturaleza felina. Tener un gato en su vida era maravilloso, pues aparte de quererlo como se puede querer a una persona indispensable para sentirse completa, también lo admiraba, ya que de alguna manera, Mermet, era el que le había enseñado a respetarse y a quererse por encima de todo. Por si fuera poco ella pensaba que su gato era capaz de prever el tiempo, pues cuando su acicalamiento pasaba por la parte trasera de sus hermosas orejas puntiagudas, era un signo inequívoco de que ese día iba a llover.
    ―Perfecto ―dijo limpiándose la boca con una servilleta de papel―, hoy no lloverá.
    Acarició unos minutos a su compañero de piso y luego fue a ducharse para ir a trabajar. Eran ya las siete y media de la tarde, y entre unas cosas y otras, y el trayecto de media hora andando hasta el Ormai Club, llegaría como siempre: un poco antes. Pero no le importaba. No le importaba en absoluto.
    Una vez vestida, con la batería del móvil cargada al completo y con la chaqueta en la mano por si a la vuelta hiciese más frío, apagó la música que sonaba en toda la casa para encender su mp3 y empezar de nuevo con todas las canciones. Dejó comida y agua suficientes para que Mermet no pasara ni hambre ni sed, y tras cerrar la puerta de su casa con dos vueltas de llave, empezó a bajar las escaleras al ritmo de su canción preferida.
     “No hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”