Prólogo
«Con las
gafas de sol no veo una mierda».
Son las ocho
y media de una tarde de invierno y voy con las gafas de sol, de cristales y montura oscura, y no veo una
mierda. Tengo que entornar los ojos, cosa que me hace ver todo más pequeño y
borroso, para poder andar sin tropezarme con farolas, no pisar cosas viscosas
que bajo la suela de mis zapatos dan la sensación de ser muy desagradables, tanto
como todas las personas que pasan a mi lado, llenas de prisas, con cara de ogro
enfadado y con olores que me resultan bastante tóxicos.
Soy una
escritora algo rancia y a veces antipática, con una máscara perpetua de
simpatía y dulzura que me crea una ansiedad indescriptible. Con mis gafas me
separo del mundo, aunque lo malo es que me cuesta mucho ver tras ellas cuando
es de noche. Como ahora.
Me dirijo a
un lugar, por primera vez, que en realidad casi nadie admite necesitar. ¿Y por
qué? Pues porque cada uno de nosotros nos creemos perfectos frente a los demás.
En mi caso yo sé que no lo soy, pero me gusta aparentarlo. Y me cansa, me
estresa, me saca de quicio; pero es adictivo. Es por eso que voy a este lugar
que ya está frente a mí. O eso creo, porque como no veo una mierda, es posible
que al final entre en otro sitio y meta la pata, como casi todas las
circunstancias de mi vida: una metedura de pata tras otra.
En fin,
entremos.
Lo primero
que veo, nada más abrir la pesada puerta, es un loro. Sus movimientos son
raros: podría estar bailando al ritmo tanto de una canción del cansino y
repetitivo reguetón como de la canción más cañera de Metallica. Su cuello, si
se le llama así a esa parte de la anatomía de un loro, es como si fuese a
descoyuntarse de un momento a otro: hacia delante y hacia atrás sin descanso.
Me acerco a él, bajo unos milímetros mis gafas y, mirándome fijamente, repite:
—Hola. Hola.
Hola.
Me aparto
justo en el momento en que una chica llega de no sé dónde y me habla.
—Buenas
tardes, ¿su nombre, por favor?
«Será bruta
la tía», pienso mientras me vuelvo a colocar las lentes sobre los ojos. «¿En
serio parezco tan vieja como para que me trate de usted?»
—Puedes
tratarme de tú —le digo molesta y poniendo en marcha mi botón de rancia.
—Vale
—responde ella. — ¿Su nombre, por favor?
«Y dale.
Definitivamente es idiota».
—¿El real?
—le respondo sin casi mover los labios y apretando los dientes.
La chica se
dirige a un pequeño mostrador, mira una lista y vuelve a hablarme.
—No hay
ningún real en la lista. ¿Qué raza es?
—¿Qué raza
soy? —pregunto incrédula.
—El perro,
qué raza es el perro.
—¿El perro?
¿Qué perro?
En ese
momento, el loro que está en su enorme jaula a mi derecha, empieza a ladrar.
—¡Wow! ¡Wof!
¡Guau! ¡Wof! ¡Wof! — (lo pongo con guion de diálogo porque el dichoso animal
está “hablando” como un perro).
Lo miro
estupefacta mientras el loro sigue sintiéndose perro.
—Disculpe,
¿dónde estoy? —le pregunto a la chica.
Esta me mira
ya con cara de tener en frente a una mujer con posibles trastornos mentales y
me responde poniendo su cuerpo a la defensiva.
—En la
Peluquería Canina Pelucan. ¿Me dice el nombre de su perro, por favor?
«Ah, coñus… no me estaba tratando de usted.
Me estaba preguntando por el nombre de mi perro imaginario».
—Lo siento
—le digo ya con una carcajada lista para estallar en cualquier momento—. Creo
que me he equivocado de sitio.
Doy media
vuelta y vuelvo a pensar en que he de buscar otra táctica para esconderme del
mundo las tardes de invierno, a poder ser, algo que no sean mis supergafas efecto transparencia. Como ya
te he avisado antes, con ellas no veo una mierda.
Ya en la
calle de nuevo, hago el esfuerzo descomunal de quitarme mi arma secreta y así
poder ver bien el número del lugar al que me dirijo. Cuando lo veo, claro y
muy, pero que muy grande, sobre la pared de mármol que rodea la puerta de
hierro gris, voy directa y la abro, no sin antes volver a ser invisible gracias
a mis gafas.
El sitio
parece un pabellón vacío de un polideportivo cualquiera. En medio, como no, una
especie de círculo hecho con sillas, algunas ocupadas con personas, creo.
«¿Tendré que
quitarme las gafas?», me pregunto aterrada.
Solo de
pensarlo me dan ganas de dar media vuelta e irme por donde he venido. Pues no
me las quitaré. Será complicado llegar hasta una de las sillas y sentarme sin
tropezarme.
«¿Apostamos
algo?», vuelvo a preguntarme.
Bueno, venga,
adelante. Muy recta y segura de mí misma me acerco al círculo de extraños. Bajo
el ritmo de mis pasos para decidir, escrutando a todas las personas, lo que me
permite la oscuridad de mis lentes, dónde posar mi culo. Lo que en realidad me
gustaría es mirarlos fijamente y decirles:
—De acuerdo, dividámonos:
yo a la izquierda y el resto a tomar por culo.
Pero no lo
hago e investigo disimuladamente. O eso creo.
Hay una mujer
que parece muy centrada en sus uñas. Las mira y las remira, alargando sus dedos
sobre sus rodillas. Morena, delgada, diría que guapa, y joven. Me cae mal.
Luego hay un
hombre bastante apuesto, o no, no sé, como lleva traje y corbata, me lo parece.
Me acerco para sentarme a su lado, cuando abre la boca para hablar con un chico
que está a su derecha. Cagada. Su voz es tan estridente como la de un conejo.
«¿Tienen voz
los conejos?», me cuestiono.
El sonido
provoca que escupa una risilla maligna. No podré sentarme a su vera. Si lo hago,
es probable que cada vez que él hable, yo me descojone por dentro con el
incontrolable e irremediable bufido, y su derivado gorgoteo de saliva, que
emite una risa contenida provocada por mi boca.
Hay una silla
apartada, por lo que no me desgasto más estudiando y juzgando, porque yo juzgo
al resto de personas como todo hijo de vecino, aunque me doy aires de grandeza
diciendo lo contrario, y me dirijo segura a sentarme.
Estudio el
espacio con los ojos entornados para asegurarme de sentarme en la silla, pero,
como no, me tropiezo con una de las patas arrastrando el asiento unos
centímetros, lo que provoca un ruido escandaloso en la sala medio vacía.
«¿Han
retumbado las paredes?», sigo haciéndome preguntas.
Los ojos, a
pares, y si tuviesen cinco cada una de las personas podría asegurar que todos
ellos estarían mirándome fijamente, los siento sobre mí.
«Me cago en
la…», pienso, mientras a tientas me siento.
Al mover la
silla, con todo mi peso sobre ella, vuelvo a hacer un ruido espantoso para
colocarme, de nuevo, dentro del círculo. Juro que pensaba que había levantado
la silla lo suficiente como para no volver a llamar la atención. Pero no, por
lo visto no.
«Vale, ¿y
ahora qué?», me pregunto rascándome la nariz.
De una mesa
que está a mi derecha y en la que hay vasos de plástico, zumos y algo más, se
acerca un hombre alto y fornido que parece venir directo a sentarse a mi lado.
«¿En serio?
¿No hay más sillas libres?», pienso incrédula.
Pues sí, a mi
ladito se sienta. Cruza sus piernas mientras abre una carpeta y se sube las
pequeñas gafas que habían decidido pasearse por su tabique nasal hasta casi
rozar el suicidio.
—Hola —dice
con su voz potente que trona en todo el local—. Bienvenidos. Hoy tenemos nuevas
incorporaciones en nuestro grupo. A mi izquierda —prosigue girándose hacia mí—,
una de ellas.
«Mierda.
Mierda. Mierda.», pienso.
—Bienvenida
—me dice directamente.
Hago una
leve, levísima inclinación de cabeza y mis gafas, automáticamente, sí que se
suicidan.
«Karma», pienso.
De repente
mis ojos se quejan de la luz, a la vez que mis gafas aterrizan en el suelo. Una
patilla sale volando y una lente se
agrieta. Son baratas, lo sé.
Unas risillas
contenidas amenizan el momento.
«Puto Karma
de los cojones», pienso mientras siento mi cara arder y me la imagino roja como
un pimiento. Un pimiento rojo, claro está.
—No te
sientas incómoda ni nerviosa, aquí todos estamos como tú —dice el mismo hombre
que parece llevar la voz cantante.
«Ni ti
siintis inquímidi ni nirviisi, iquí tidis istimis quimi tí», pienso mientras
casi puedo asegurar que mi cara se ha torcido en un gesto infantil.
—¿Quieres
presentarte a tus compañeros? —me pregunta.
«¿Mis
compañeros? Si no conozco a ninguno y, además, me caen todos mal», me digo a mí
misma muy enfadada.
Mi silencio
no hace que el hombre, que ya me cae peor que todos los demás, se rinda.
—Es difícil
la primera vez, pero es una bonita forma de empezar: presentarse—insiste.
Se me queda
mirando con esa expresión amable que en realidad me está diciendo: hasta que no
te presentes, no voy a dejar de mírate.
Bien. Pongo
mi cara de buena persona, simpática y amable, y hablo:
—Hola. Me
llamo África y soy escritora.
—Hola, África
—dicen todos juntos en lo que me ha parecido un coro franciscano.
«Oh, Dios
mío», pienso, «ya estoy metida en escritores anónimos».
CON CÓDIGOS QR ENTRE LAS PÁGINAS DEL LIBRO
PARA VER VÍDEOS DE LOS PROTAGONISTAS.