lunes, 6 de agosto de 2018

HIPOCRESÍA (primer capítulo)



Ángela ya se había acostumbrado a su manera de vivir. Para ella no era un problema tener que dormir toda la mañana y empezar el día a las seis de la tarde. Al contrario, a sus cuarenta y siete años, le gustaba abrir los ojos y saber que ahí fuera el mundo ya había despertado, y de alguna manera cada día se imaginaba que solo faltaba ella para que todo se pusiese de verdad en marcha.
    Sentada en el filo de su cama, con los ojos todavía llenos de sueño, se masajeaba las sienes con una sonrisa cómplice entre ella y la música que salía del despertador. Hacía ya tantos años que esa era su manera de despertarse, que ya tenía la sensación de que de alguna manera estaba dando los buenos días al hombre que siempre había ocupado su corazón.
     “No hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”
    La melódica voz de Deil Bosko llenaba la habitación, y mentalmente Ángela pensaba una y otra vez que llegaría el día en que el estribillo de la más famosa de las canciones del cantante, cambiaría por completo cuando se conociesen. Pensar eso, a su edad, era en realidad lo que más le divertía. Con una sonrisa que ella misma se dedicaba, llena de pensamientos en los que se decía que cada mañana, pasasen los años que pasasen, se despertaba como la adolescente que hacía más de veinte años escribía en su diario un amor inconfesable.
    Aunque su jornada laboral empezaba a la diez de la noche, en el bar musical en el que trabajaba desde hacía más de siete años, le gustaba tener el tiempo suficiente para despejarse y arreglarse. Desayunar a las seis y media de la tarde era un ritual que también le agradaba. De hecho, ir contracorriente y hacer las cosas a su manera era lo que había definido toda su vida. Poco le importaba lo que la gente pudiese pensar de ella. Ya había pasado la barrera de una edad en la que las apariencias y los juegos de sociedad, estúpidos e ilógicos, habían dejado de importarle.
    Y prueba de ello era que cuando detectaba en alguno de sus conocidos esa expresión falsa que delataba la verdadera naturaleza de la persona, solo era capaz de sentir pena. Con lo fácil que era ser sincera con una misma y decir sin tapujos lo que se piensa, y actuar en consecuencia, le resultaba, cuando menos penoso, ver a otras personas que, por quedar bien o por algo que escapaba a su comprensión, eran capaces de hacer lo que en realidad no querían con tal de ser considerados políticamente correctos.
    Estaba convencida de que la mayoría de la gente llevaba a cuestas unas cargas inútiles solo por no saber valorarse. Porque, en realidad, se trataba solo de eso. Y no es que ella se valorase más que nadie, pero con el paso de los años había aprendido a respetarse, y eso conllevaba ser muy consciente de lo que en verdad le apetecía y lo que, en cambio, sería una carga. Si no hay ganas de dar dos besos, pues no se dan. ¿Quién ha dicho que es necesario hacerlo para saludarse entre personas? Si no hay ganas de salir, pues no se sale. ¿Por qué debería hacer algo que no le apetece? Eso solo daría como resultado un peso demasiado grande por no haber sido fiel a sí misma, respetando y valorando, por encima de todo, a otras personas que, llegado el momento, nunca pensarían en otros sentimientos que no fuesen los suyos propios.
    Eso la había llevado a tener pocas amistades, pero las que tenía, estaba segura de que eran verdaderas. En realidad eran contadas las personas que ella consideraba amigas, pero no le importaba que fuesen muchas las que, en cambio, daban por hecho que eran parte de su vida. Realmente ella no era quién para hacerles cambiar de idea. Pero llegados a la hora de la verdad, se podían contar con los dedos de una sola mano.
    Con esos pensamientos profundos y secretos, decidió que ya era hora de levantarse y prepararse el desayuno. La canción hacía rato que había terminado, pero en su lugar había comenzado otra que la animaba a cantar y bailar de camino al cuarto de baño. Delante del espejo, mirándose mientras simulaba tocar una guitarra eléctrica y movía de un lado a otro su cabeza, haciendo ondular su cabellera negra y rizada, lograba ver todavía a la adolescente de diecisiete años escondida entre el público de uno de los tantos conciertos a los que había asistido.
    Sus ojos, grandes y ovalados, con un iris de colores entre el verde y el marrón, transmitían alegría en ese momento. Ella los había visto de todas las maneras: tristes, asustados, sorprendidos, enamorados… Pero en ese momento, frente al espejo, dejaban ver la diversión y las ganas de empezar un nuevo día. Las pequeñas patas de gallo los hacían más interesantes, y esas finas arrugas alrededor de los labios definidos y de por sí de color rosa intenso, dejaban ver que durante sus cuarenta y siete años había reído, y mucho.
    Adoraba su trabajo. Descubrir el  Ormai Club había sido una maravilla, pero empezar a trabajar en él fue lo mejor que le había pasado en años. La vida nocturna de la ciudad la hipnotizaba, y aunque no todos llegaban a comprender cómo podía gustarle el trabajo, el horario y el lugar, a ella la fascinaban. No era un bar musical como otro cualquiera. Era un lugar de encuentro entre personas a las que les gustaba disfrutar de la buena música, de una época pasada, en compañía de otras que eran capaces de mantener conversaciones respetando las melodías, y hasta incluso de estar en silencio para hablar con las miradas. Era el lugar perfecto para sentir.
    Todavía sin apartar la mirada del espejo, se miró de arriba abajo antes de ir a la cocina a desayunar. Todas las mañanas tenía una disputa interior para decidir si comería algo sano o si, por el contrario, le daba a su estómago lo que le apetecía. Había oído decir que a una cierta edad las mujeres tenían que cuidar su alimentación si querían mantener un poco la línea, pero para ella eso no era un problema, pues al no haber tenido hijos, su cuerpo no había experimentado grandes cambios.
    Era cierto que la cintura ya no era de avispa, pero por el resto, sus curvas conservaban esa armonía que la hacía atractiva incluso con unos quilos de más. Su estatura era media, y no le daba vergüenza decirse a sí misma que tenía todas las curvas donde debían estar, y además se permitía regalarse algunos halagos cada mañana. Sabía lo importante que era alabarse de vez en cuando, y ella lo hacía cada día ante el espejo.
    Había conseguido muchas cosas en la vida, algunas públicas y otras privadas. Había logrado aceptarse, amarse, respetarse, y sobre todo, vivir acorde con sus más íntimos pensamientos. Eso era algo que valía la pena recordarlo siempre, y era muy consciente de que si no se elogiaba ella sola, sería muy difícil que lo hiciese otra persona. Aunque a Ángela ya no le hacían falta las adulaciones por parte de terceros, era cierto que en un período de su vida sí que las había necesitado, y vivir con esa carencia durante tantos años se había hecho insoportable para sus sentimientos. Pero eso terminó cuando descubrió que para sentirse bien consigo misma la única manera que existía era la de quererse todos y cada uno de los días de su existencia.
    Tras esos minutos dedicados a recapacitar en lo orgullosa que estaba de la persona que se reflejaba ante el espejo, decidió prepararse un tazón de café con leche y acompañarlo con unas cuantas galletas que solía comprar en la tienda de abajo. De esas recién horneadas y que incluso si pasaban dos o tres días mantenían su textura y sabor a la perfección. Ese capricho goloso, y que con seguridad haría poner el grito en el cielo a aquellas mujeres que se pasaban la vida contando calorías en vez de disfrutar de cada segundo, sería parte de su premio diario por haber logrado ser la mujer con la que convivir de manera incondicional el resto de sus días.
    Solo entonces apareció muy silencioso su gato, Mermet. Atraído siempre por el trajín en la cocina, solía hacerle compañía cada vez que ella se sentaba frente a la mesa,  paseándose muy despacio mientras contoneaba su esbelto cuerpo y lo rozaba con cierto disimulo en la botella de leche y en todo cuanto hubiese en su camino.
    ―Buenos días, Mermet. No deberías andar sobre la mesa, pero ya sabes que a mí esas imposiciones sociales me importan bien poco.
    El gato respondía a sus palabras con un suave ronroneo, y cuando además Ángela le servía en la misma mesa su barrita de pescado, el ronronear subía de tono. Una vez terminada su chuchería, empezaba una rutina que a Ángela la fascinaba.
    Comenzaba a lamer sus patas delanteras para acicalarse, y de la misma manera desde el hocico hasta sus patas traseras. Era un espectáculo maravilloso que no hubiese cambiado por nada, y además se había vuelto otra de las recompensas diarias hacia sí misma: permitirse esos minutos adorando la naturaleza felina. Tener un gato en su vida era maravilloso, pues aparte de quererlo como se puede querer a una persona indispensable para sentirse completa, también lo admiraba, ya que de alguna manera, Mermet, era el que le había enseñado a respetarse y a quererse por encima de todo. Por si fuera poco ella pensaba que su gato era capaz de prever el tiempo, pues cuando su acicalamiento pasaba por la parte trasera de sus hermosas orejas puntiagudas, era un signo inequívoco de que ese día iba a llover.
    ―Perfecto ―dijo limpiándose la boca con una servilleta de papel―, hoy no lloverá.
    Acarició unos minutos a su compañero de piso y luego fue a ducharse para ir a trabajar. Eran ya las siete y media de la tarde, y entre unas cosas y otras, y el trayecto de media hora andando hasta el Ormai Club, llegaría como siempre: un poco antes. Pero no le importaba. No le importaba en absoluto.
    Una vez vestida, con la batería del móvil cargada al completo y con la chaqueta en la mano por si a la vuelta hiciese más frío, apagó la música que sonaba en toda la casa para encender su mp3 y empezar de nuevo con todas las canciones. Dejó comida y agua suficientes para que Mermet no pasara ni hambre ni sed, y tras cerrar la puerta de su casa con dos vueltas de llave, empezó a bajar las escaleras al ritmo de su canción preferida.
     “No hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”



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