Ángela
ya se había acostumbrado a su manera de vivir. Para ella no era un problema
tener que dormir toda la mañana y empezar el día a las seis de la tarde. Al
contrario, a sus cuarenta y siete años, le gustaba abrir los ojos y saber que
ahí fuera el mundo ya había despertado, y de alguna manera cada día se
imaginaba que solo faltaba ella para que todo se pusiese de verdad en marcha.
Sentada en el filo de su cama, con los ojos
todavía llenos de sueño, se masajeaba las sienes con una sonrisa cómplice entre
ella y la música que salía del despertador. Hacía ya tantos años que esa era su
manera de despertarse, que ya tenía la sensación de que de alguna manera estaba
dando los buenos días al hombre que siempre había ocupado su corazón.
“No
hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”
La melódica voz de Deil Bosko llenaba la
habitación, y mentalmente Ángela pensaba una y otra vez que llegaría el día en
que el estribillo de la más famosa de las canciones del cantante, cambiaría por
completo cuando se conociesen. Pensar eso, a su edad, era en realidad lo que
más le divertía. Con una sonrisa que ella misma se dedicaba, llena de
pensamientos en los que se decía que cada mañana, pasasen los años que pasasen,
se despertaba como la adolescente que hacía más de veinte años escribía en su
diario un amor inconfesable.
Aunque su jornada laboral empezaba a la
diez de la noche, en el bar musical en el que trabajaba desde hacía más de
siete años, le gustaba tener el tiempo suficiente para despejarse y arreglarse.
Desayunar a las seis y media de la tarde era un ritual que también le agradaba.
De hecho, ir contracorriente y hacer las cosas a su manera era lo que había
definido toda su vida. Poco le importaba lo que la gente pudiese pensar de
ella. Ya había pasado la barrera de una edad en la que las apariencias y los
juegos de sociedad, estúpidos e ilógicos, habían dejado de importarle.
Y prueba de ello era que cuando detectaba
en alguno de sus conocidos esa expresión falsa que delataba la verdadera
naturaleza de la persona, solo era capaz de sentir pena. Con lo fácil que era
ser sincera con una misma y decir sin tapujos lo que se piensa, y actuar en consecuencia,
le resultaba, cuando menos penoso, ver a otras personas que, por quedar bien o
por algo que escapaba a su comprensión, eran capaces de hacer lo que en
realidad no querían con tal de ser considerados políticamente correctos.
Estaba convencida de que la mayoría de la
gente llevaba a cuestas unas cargas inútiles solo por no saber valorarse.
Porque, en realidad, se trataba solo de eso. Y no es que ella se valorase más
que nadie, pero con el paso de los años había aprendido a respetarse, y eso conllevaba
ser muy consciente de lo que en verdad le apetecía y lo que, en cambio, sería
una carga. Si no hay ganas de dar dos besos, pues no se dan. ¿Quién ha dicho
que es necesario hacerlo para saludarse entre personas? Si no hay ganas de
salir, pues no se sale. ¿Por qué debería hacer algo que no le apetece? Eso solo
daría como resultado un peso demasiado grande por no haber sido fiel a sí
misma, respetando y valorando, por encima de todo, a otras personas que,
llegado el momento, nunca pensarían en otros sentimientos que no fuesen los
suyos propios.
Eso la había llevado a tener pocas
amistades, pero las que tenía, estaba segura de que eran verdaderas. En
realidad eran contadas las personas que ella consideraba amigas, pero no le
importaba que fuesen muchas las que, en cambio, daban por hecho que eran parte
de su vida. Realmente ella no era quién para hacerles cambiar de idea. Pero
llegados a la hora de la verdad, se podían contar con los dedos de una sola
mano.
Con esos pensamientos profundos y secretos,
decidió que ya era hora de levantarse y prepararse el desayuno. La canción
hacía rato que había terminado, pero en su lugar había comenzado otra que la
animaba a cantar y bailar de camino al cuarto de baño. Delante del espejo,
mirándose mientras simulaba tocar una guitarra eléctrica y movía de un lado a
otro su cabeza, haciendo ondular su cabellera negra y rizada, lograba ver
todavía a la adolescente de diecisiete años escondida entre el público de uno
de los tantos conciertos a los que había asistido.
Sus ojos, grandes y ovalados, con un iris
de colores entre el verde y el marrón, transmitían alegría en ese momento. Ella
los había visto de todas las maneras: tristes, asustados, sorprendidos,
enamorados… Pero en ese momento, frente al espejo, dejaban ver la diversión y
las ganas de empezar un nuevo día. Las pequeñas patas de gallo los hacían más
interesantes, y esas finas arrugas alrededor de los labios definidos y de por
sí de color rosa intenso, dejaban ver que durante sus cuarenta y siete años había
reído, y mucho.
Adoraba su trabajo. Descubrir el Ormai Club había sido una maravilla, pero
empezar a trabajar en él fue lo mejor que le había pasado en años. La vida
nocturna de la ciudad la hipnotizaba, y aunque no todos llegaban a comprender
cómo podía gustarle el trabajo, el horario y el lugar, a ella la fascinaban. No
era un bar musical como otro cualquiera. Era un lugar de encuentro entre
personas a las que les gustaba disfrutar de la buena música, de una época
pasada, en compañía de otras que eran capaces de mantener conversaciones
respetando las melodías, y hasta incluso de estar en silencio para hablar con
las miradas. Era el lugar perfecto para sentir.
Todavía sin apartar la mirada del espejo,
se miró de arriba abajo antes de ir a la cocina a desayunar. Todas las mañanas
tenía una disputa interior para decidir si comería algo sano o si, por el
contrario, le daba a su estómago lo que le apetecía. Había oído decir que a una
cierta edad las mujeres tenían que cuidar su alimentación si querían mantener
un poco la línea, pero para ella eso no era un problema, pues al no haber
tenido hijos, su cuerpo no había experimentado grandes cambios.
Era cierto que la cintura ya no era de
avispa, pero por el resto, sus curvas conservaban esa armonía que la hacía
atractiva incluso con unos quilos de más. Su estatura era media, y no le daba
vergüenza decirse a sí misma que tenía todas las curvas donde debían estar, y
además se permitía regalarse algunos halagos cada mañana. Sabía lo importante
que era alabarse de vez en cuando, y ella lo hacía cada día ante el espejo.
Había conseguido muchas cosas en la vida,
algunas públicas y otras privadas. Había logrado aceptarse, amarse, respetarse,
y sobre todo, vivir acorde con sus más íntimos pensamientos. Eso era algo que
valía la pena recordarlo siempre, y era muy consciente de que si no se elogiaba
ella sola, sería muy difícil que lo hiciese otra persona. Aunque a Ángela ya no
le hacían falta las adulaciones por parte de terceros, era cierto que en un
período de su vida sí que las había necesitado, y vivir con esa carencia
durante tantos años se había hecho insoportable para sus sentimientos. Pero eso
terminó cuando descubrió que para sentirse bien consigo misma la única manera
que existía era la de quererse todos y cada uno de los días de su existencia.
Tras esos minutos dedicados a recapacitar
en lo orgullosa que estaba de la persona que se reflejaba ante el espejo, decidió
prepararse un tazón de café con leche y acompañarlo con unas cuantas galletas
que solía comprar en la tienda de abajo. De esas recién horneadas y que incluso
si pasaban dos o tres días mantenían su textura y sabor a la perfección. Ese
capricho goloso, y que con seguridad haría poner el grito en el cielo a
aquellas mujeres que se pasaban la vida contando calorías en vez de disfrutar
de cada segundo, sería parte de su premio diario por haber logrado ser la mujer
con la que convivir de manera incondicional el resto de sus días.
Solo entonces apareció muy silencioso su
gato, Mermet. Atraído siempre por el trajín en la cocina, solía hacerle
compañía cada vez que ella se sentaba frente a la mesa, paseándose muy despacio mientras contoneaba
su esbelto cuerpo y lo rozaba con cierto disimulo en la botella de leche y en
todo cuanto hubiese en su camino.
―Buenos días, Mermet. No deberías andar
sobre la mesa, pero ya sabes que a mí esas imposiciones sociales me importan
bien poco.
El gato respondía a sus palabras con un
suave ronroneo, y cuando además Ángela le servía en la misma mesa su barrita de
pescado, el ronronear subía de tono. Una vez terminada su chuchería, empezaba
una rutina que a Ángela la fascinaba.
Comenzaba a lamer sus patas delanteras para
acicalarse, y de la misma manera desde el hocico hasta sus patas traseras. Era
un espectáculo maravilloso que no hubiese cambiado por nada, y además se había
vuelto otra de las recompensas diarias hacia sí misma: permitirse esos minutos
adorando la naturaleza felina. Tener un gato en su vida era maravilloso, pues
aparte de quererlo como se puede querer a una persona indispensable para
sentirse completa, también lo admiraba, ya que de alguna manera, Mermet, era el
que le había enseñado a respetarse y a quererse por encima de todo. Por si
fuera poco ella pensaba que su gato era capaz de prever el tiempo, pues cuando
su acicalamiento pasaba por la parte trasera de sus hermosas orejas
puntiagudas, era un signo inequívoco de que ese día iba a llover.
―Perfecto ―dijo limpiándose la boca con una
servilleta de papel―, hoy no lloverá.
Acarició unos minutos a su compañero de
piso y luego fue a ducharse para ir a trabajar. Eran ya las siete y media de la
tarde, y entre unas cosas y otras, y el trayecto de media hora andando hasta el
Ormai Club, llegaría como siempre: un poco antes. Pero no le importaba. No le
importaba en absoluto.
Una vez vestida, con la batería del móvil
cargada al completo y con la chaqueta en la mano por si a la vuelta hiciese más
frío, apagó la música que sonaba en toda la casa para encender su mp3 y empezar
de nuevo con todas las canciones. Dejó comida y agua suficientes para que
Mermet no pasara ni hambre ni sed, y tras cerrar la puerta de su casa con dos
vueltas de llave, empezó a bajar las escaleras al ritmo de su canción
preferida.
“No
hay amor dentro de mí, no hay amor si no estás aquí…”
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